En textos anteriores hemos reflexionado acerca de las características de la realidad y su manifestación o aparición. Desde aquellas digresiones, llegamos a nuestra tesis del presupuesto y la relación, según la cual todo existente existe en una relación que tiene algo previamente puesto “bajo” sí. La investigación sobre ambos conceptos y su imbricación, ya realizada con anterioridad, fue llevada a cabo desde una perspectiva ontológica. Es decir, nuestra atención se dirigió al aspecto más general de las mismas; en cierto modo, nos limitamos a decir lo que son.
No obstante, el presupuesto y la relación siempre son un presupuesto y una relación; no entendemos, aquí, “uno” en sentido numérico, sino particular: podría darse el caso, que de hecho se da, de que una relación se sostenga sobre múltiples presupuestos. Lo que queremos afirmar es que, en todo caso, los presupuestos y relaciones son particulares. Aunque se pueda hablar de ellos en sentido ontológico, también cabe reflexionar sobre ellos en sentidos más concretos.
Uno de estos sentidos es el sentido volitivo o del deseo. Según este tipo, toda relación y todo presupuesto, desde una perspectiva humana, puede ser analizado en función de los deseos que determinan su configuración particular. También podría hacerse una análisis de los deseos animales o de otros seres vivos, pero no será el objeto de este texto.
Volviendo al plano humano, podemos afirmar que hay un grupo de relaciones y presupuestos que mantenemos que están constituidos por nuestro deseo y que constituyen, a su vez, nuestro deseo. Por ejemplo, la relación que establezco con una manzana, si tengo hambre, estará determinada por mi deseo de alimentarme. La propia manzana, para mí, no será simplemente “fruto del manzano”, sino también “alimento”. Sosteniendo esta relación, yace el presupuesto de que la manzana saciará mi deseo. Todo el entramado fisiológico que motiva este deseo no entra en juego en esta descripción, porque, aunque no entienda cómo funciona mi nutrición, aun así tengo hambre y me alimento. El conocimiento del hecho biológico, es cierto, mejora mis relaciones nutritivas (si conozco mi nutrición, me alimento mejor) pero no es necesario para que este se dé. De este modo, vemos que nuestros deseos determinan nuestras relaciones y presupuestos, es decir, el entramado de nuestra realidad.
No obstante, esto no nos lleva a una suerte de creacionismo volitivo, según el cual nuestro deseo crearía nuestra realidad. Esto no ocurre, justamente, porque, en el fondo de los presupuestos volitivos, subyace el presupuesto ontológico que hemos descrito con anterioridad. Efectivamente, para yo suponer que una manzana particular saciará mi hambre, tengo que suponer que dicha manzana es real. Recogiendo nuestra definición de realidad, veremos que presuponemos la manzana como existente con independencia de nosotros. El deseo, por lo tanto, más que una creación de la realidad, sería un descubrimiento de nuestra realidad y la realidad que nos rodea.
Sin embargo, tampoco debemos caer en el otro lado metafísico, a saber, el del realismo, según el cual, todo lo que descubrimos existía ya y no hay novedad de ningún tipo. Efectivamente, sería absurdo decir, por ejemplo, que el inventor de la rueda no inventó, realmente, la rueda, sino que la sacó de algún extraño fondo oscuro de la realidad en que preexistía. De modo evidente, se crean constantemente cosas nuevas. Debemos, por ende, matizar nuestra afirmación anterior, según la cual negábamos que el deseo cree la realidad. De alguna manera, el deseo crea realidad sobre la base de una realidad ya existente; crea, podemos decir, realidades sobre la base de deseos preexistentes, deseos que, a su vez, existen sostenidos sobre realidades preexistentes.
Esta afirmación puede llevarnos a un círculo vicioso, en el que la realidad y el deseo se perseguirían constantemente. Para salir de este embrollo, conviene decir lo siguiente, a saber: el deseo humano, en términos generales, es siempre el mismo. Sin embargo, en términos particulares, es constantemente diverso. Esta diversificación se da por la multiplicidad y cambio de las realidades particulares a que se dirige. Por ejemplo, el hambre es un deseo que siempre ha estado en el ser humano: sin embargo, los romanos, por ejemplo, no deseaban patatas fritas, porque no existían. En cierto momento, el deseo de saciar el hambre de una persona concreta llevó a la creación de las patatas fritas, momento en que, antes de desear exactamente patatas fritas, las creó.
Toda esta digresión acerca de la realidad y el deseo nos permite analizar la realidad humana más discutida en los últimos años, la Inteligencia Artificial o, en términos más amplios, la realidad digital. Recientemente se ha hablado acerca de esta cuestión, alertando acerca del hecho de que las personas, que pasan cada vez más tiempo frente conectados a la Red, dejan de lado el mundo “real”: por ejemplo, los niños pasan cada vez más tiempo jugando a videojuegos, en vez de hacerlo en la calle. La gente, empleando aplicaciones de citas y páginas porno, cada vez tiene menos sexo y forman menos parejas estables y familias. Usando el concepto de “minar la realidad” se comenta el fenómeno según el cual la gente hace cosas en el mundo real con el objetivo de crear contenido para sus redes sociales. Personas que viajan varias veces al año, en viajes de uno o dos días, para llenar su Instagram de imágenes de lugares diversos. Podemos hablar, por lo tanto, de que el deseo humano se enfoca, para satisfacerse, en el mundo digital, en vez de en el real.
Sin embargo, no vemos exactamente una satisfacción de los deseos humanos en el mundo digital: al contrario, dicho mundo digital genera frustración, que se expresa a su vez en problemas mentales de diversa índole, como ansiedad o depresión. Son numerosos los psicólogos que han analizado las causas de este fenómeno, y que están en mejor posición que yo para exponer los motivos mentales de dicha insatisfacción. No obstante, la afirmación que establecimos al principio, según la cual nuestro deseo se dirige a aquello que presupone real, es fundamental para entender los motivos ontológicos por los que es imposible que el mundo digital satisfaga los deseos que buscamos colmar.
De este modo, como dijimos anteriormente, para que un objeto satisfaga un deseo, dicho objeto debe ser real, es decir, independiente de aquel que lo desea. El mundo digital, al ser un mundo creado netamente por seres humanos, no puede satisfacer los deseos que en él se vuelcan. El afecto, por ejemplo, no puede ser colmado si no es por una persona real, corporalmente real. Ese cuerpo, que es aquello que subyace a la persona para que esta exista, es lo que la dota de realidad.
Por el momento, el mundo digital carece de ese presupuesto, de ese sustrato, anterior a nosotros, que le da realidad. Al contrario, el mundo digital consiste en una conflagración infinita de deseos. Infinitas parejas, infinitos vídeos, infinitas experiencias. Dicha infinitud se dirige a cualquier lugar: hay pornografía de todos los tipos, personas de todos los tipos, contenido de todos los tipos. El usuario del mundo digital puede hundirse infinitamente en cualquier deseo.
Lo que podemos ver, asomándonos al mundo digital, es que, justamente, el deseo necesita, para satisfacerse, de algo contrario a él, de una realidad a la que se presuponga independencia de dicho deseo. En definitiva, de una delimitación ontológica.