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Las tres vidas del filósofo

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El filósofo no vive su vida individual únicamente: tiene tres existencias dentro de su cabeza, que confluyen y provocan fisuras entre sí.

En primer lugar, tiene la vida que todos, como personas, tenemos: es lo que podríamos llamar su biografía. La familia que tuvo, donde estudió, sus amigos, las personas de que se enamoró…Todo ello forma una trama que podría ser el argumento de una de estas películas tan aburridas que se hacen sobre pintores. Aquí, sin más ni más, no hay mucho que decir. Cada uno sabe cómo es vivir.

Sin embargo, lo interesante ocurre con su segunda vida: esta es la vida grupal, la sociedad en que se desarrolla su existencia individual, pero que es tan suya como esta. Aquí estamos todos también viviendo: toda persona ha nacido en una tribu, o en un país, o en una polis. Quien crea que a él no le sucede esto, porque es cosmopolita o ciudadano del mundo, debería fijarse en su declaración de la renta a final de año, o en las fronteras que le señalan claramente de dónde no es. Nuestro país (asumo que la mayoría de lectores viven en un país) determina nuestra vida individual a un nivel harto profundo: perfila, incluso, nuestro carácter. Ocurre aquí la extraña situación de que estamos construidos por una relación subterránea con millones de personas que no conocemos, ya sean nuestros compatriotas o nuestros antepasados. Sin embargo, estos hilos que nos mantienen unidos son tan fuertes que, en el caso de una guerra o una grave crisis, pueden determinar nuestra vida y nuestra muerte.

En tercer y último lugar, debemos hablar de la vida específicamente del filósofo: la vida de las ideas. Al referirme a ella como específica del filósofo no estoy diciendo que el pensador viva únicamente en este plano; a lo que me refiero es a que esta dimensión es un lugar al que solo los filósofos suelen asomarse con asiduidad. Como no hay distinciones claras entre personas, y del mismo modo que no hay nadie sumamente bueno o sumamente malo, todos hemos asomado la mirada a este lugar de especulación; pero únicamente el filósofo vive ahí.

Pues bien, podemos hablar claramente de que un filósofo vive en estos tres planos; el plano individual y el plano grupal deben haberse conjurado para permitirse a una persona concreta llegar a ese terreno filosófico. Cuántos Kant potenciales no habrá por el mundo. Empero, aunque existiera la posibilidad de arribar a este terreno de las ideas, podríamos cuestionarnos con qué motivo alguien subordinaría su existencia individual y grupal a este universo especulativo. Porque, efectivamente, el filósofo centra su existencia en este plano de la realidad. No estoy hablando aquí de estudiantes de filosofía, o de profesores de filosofía, que pueden asomarse a este lugar como a un museo interesante de reliquias, o como a una oficina de trabajo: no, estoy hablando de filósofos. Estos individuos viven por y para las ideas: para cosecharlas y sacarles brillo. ¿Con qué objetivo?

En muchas ocasiones se habla del momento en que Aristóteles habla de la filosofía como un saber inútil, que no sirve para nada. Empero, debemos quedarnos con su conclusión: no sirve para nada, porque él es el fin. Esto ni implica una filia enfermiza por construir un sistema pulimentado maniáticamente: nada más lejos de su idea de filosofía que una perogrullada bizantina bien ornamentada. Hacer filosofía es buscar idealmente las respuestas a nuestros problemas vitales. Así pues, el filósofo construye, o arranca del mundo o del diálogo con otros filósofos ese mundo de ideas con que buscar soluciones a unas vidas, grupales e individuales, esencialmente carentes y mutiladas.

Por eso es absurdo pensar que el filósofo, encerrado en sus pensamientos, no vive: está viviendo del modo más enérgico que se puede hacer. Esta intentando, con todo su esfuerzo, expandir su vida entera, y la vida del universo, juntar el mundo ideal con los otros dos mundos y cerrar el conflicto.

Esa es la vida tripartita, o las tres vidas, que lleva en filósofo consigo.