Todo lo que percibimos, en el más genérico sentido de percibir (darse cuenta), viene determinado por nuestra misma esencia o constitución. Lo que vemos, oímos, entendemos y etc. no es sino resultado de nuestra forma de absorber el mundo. Por ejemplo, un perro no ve un semáforo, no porque no perciba colores, sino porque no vuelca la idea de instrumento que es particular de nuestra cabeza. Lo mismo les ocurriría a los griegos clásico si vieran petróleo; no verían una fuente de energía, sino una masa negra, inflamable, y quizá percibieran cosas que nosotros no. La percepción, entonces, es un “para nosotros”, un mostrársenos las cosas.
Como hemos visto en los ejemplos anteriores, este mostrársenos no está determinado por las capacidades meramente fisiológicas, sino por nuestra contextura histórica y social. No podemos escindir lo cultural de lo natural, porque el mismo concepto de “naturaleza” ya es una idea fruto de la sociabilidad y la tradición nuestra.
Hasta aquí no hemos dicho nada novedoso, ciertamente. Somos, más o menos, bastante conscientes de que nuestra perspectiva determinada el ser de las cosas que percibimos. El hecho de que la propia percepción de “cosas” y no de otras formas sea también configurado por nuestra ubicuidad no hace sino llevar a sus últimas consecuencias dicha tesis. Sin embargo, y tal vez obcecados por esta “perspectividad”, olvidamos a veces que los seres tienen, por así decirlo, un “para ellos”.
Efectivamente, cuando miramos un bosque, se nos presentan una multiplicidad de luces, colores y seres interactuando entre sí. Podemos ser plenamente consciente de que vemos un estornino como un animal concreto y no como una fluctuación del espíritu de Gaya por nuestra perspectiva, y así con todo el lugar. Empero, tal vez obviamos el hecho de que esta multiplicación dinámica de seres no existe, en última instancia, por nuestra perspectiva. Hay un algo, que no podemos nombrar, porque el propio nombrar es un actuar humano, que se nos desvela justamente porque nos ignora. No se nos da a conocer, y sin embargo, sabemos en cierto modo que está ahí.
En un espacio como el que solemos habitar, lleno de objetos que han sido diseñados por personas que viven en un mundo cultural compartido con nosotros, es bastante complejo tomar consciencia de dicha realidad ajena. Y aun así, las propias cosas que creamos nosotros tienen también un fondo oscuro y ajeno; el ordenador con que escribo estas palabras no es sino un ente que se sostiene sobre una suerte de elementos materiales, los cuales duran en un proceso que es más longevo que su mero existir para mí como computadora.
Este innombrable es lo que, desde una perspectiva idealista, nombraba Plotino el “Uno”, por llamarlo de alguna manera. Un algo que no puede ser realmente conceptuado, porque pensarlo era ya escindirlo, convertirlo en objeto y sujeto de enunciado. Ese algo que persiste como fundamento ha sido encontrado por la tradición filosófico desde hace tiempo.
Sin embargo, el hecho de que Plotino derivara en primera instancia del Uno el Nous, la Inteligencia, ya establece una jerarquía de seres que se corresponde en mayor medida con nuestro modo de entender las cosas que con esa oscuridad última. Que las cosas se entiendan inmediatamente es algo que ocurre por nuestra forma de relacionarnos con ellas: es el modo en que ipso facto acogemos lo innombrable y le ponemos calificativos. No podemos decir, por lo tanto, que el entendimiento es la acción inmediata frente a lo oculto de todos los seres. La piedra, mejor dicho, lo que se nos esconde de la piedra, no se relaciona con este misterio entendiendo, o por lo menos, no entendiendo “humanamente”.
Lo complicado es entender que este ser para ellas de las cosas, que también es un ser para nosotros de lo que consideramos nuestro cuerpo y nuestra mente (un antes de nuestra conciencia que la sostiene) fundamenta todas las cosas simultáneamente. Las estructuraciones posteriores nacen a partir de lo que dichas cosas son para nosotros. Ese ser para nosotros, ese aparecérsenos ontológico, está determinado de todas las formas humanas y naturales posibles. Debemos mantener, así pues, siempre la tensión entre lo que es para nosotros y lo que es para sí mismo, ir estirando el hilo de la oscuridad constantemente.