“Nada nuevo bajo el Sol” es una frase que suele venir a la cabeza ocurrentemente cuando estudiamos las historias de nuestros antepasados. La recurrencia de temas, situaciones y conflictos lleva a la cabeza a concluir que, realmente, no ha cambiado nada esencialmente en el ser humano durante los miles de años que habita la Tierra. Esta conclusión, que a priori puede parecer tan obvia y, por su misma obviedad, inocua, trae consigo consecuencias filosóficas interesantes.
En primer lugar, cabría contraponer el cambio (o el inmovilismo) de lo humano frente al desarrollo constante de lo creado por el propio humano. Aunque no adoptemos la tesis progresista, según la cual se produce en la historia de la humanidad un crecimiento tecnológico constante, sí podemos aseverar, cuanto menos, que se producen cambios sustanciales en las herramientas humanas. El hecho de que estos objetos sean mejores o peores para las personas no es de incumbencia para nuestra digresión presente. Lo que ahora es de rigor constatar es que, de hecho, se produce cambio, cambio esencial, o cuanto menos, cuantitativo. El avión, por ejemplo, aumenta la capacidad de viaje, aunque (supongamos) decrece la capacidad de apreciación del paisaje. Lo importante a recalcar aquí es que hay una variación de magnitud.
Esto es lo que nos cuenta encontrar en lo humano; lo más cercano que tenemos es el cambio de magnitudes legislativas: el aumento o decrecimiento de los derechos de los seres humanos en los diferentes estados. Sin embargo, no podemos confundir los estados con los humanos, porque lo político no abarca plenamente la esencia humana. La política, que es la organización del estado, únicamente abarca las relaciones de conjunto de los humanos entre sí, y ni siquiera todas las relaciones como tal. No es político, por ejemplo, un equipo de fútbol en tanto que se dedica a jugar a este deporte, aunque sea una organización humana. Además, la organización política como tal no se da sino hasta el periodo sedentario de la humanidad, dejando fuera el periodo nómada, que es, de hecho, el periodo más amplio de la humanidad. No podemos equiparar, por lo tanto, el estado (y su acción concreta, que son los derechos y obligaciones) con lo humano.
Sin embargo, podría argumentarse que no existe tal cosa como “lo humano”. Esta es la hipótesis que acompaña a la filosofía desde hace no muchos años. Efectivamente, según esta tesis, toda realidad se ve condicionada y determinada, y aquello que entendemos como atemporal, simple y llanamente, no existe. Esta tesis, empero, choca frontalmente con el hecho mismo de la comunicación. Comunicarse implica compartir un mínimo de significado entre los hablantes. Si no tenemos nada en común (nada en sentido absoluto), tú y yo no podremos comunicarnos. Incluso el tosco lenguaje que establecemos mediante señas con alguien que habla otro idioma implica un contexto de referencia mutuo. Este contexto, que podríamos extenderlo en ciertos casos a otras especies y a otros seres, y que podría llamarse con razón la verdad, es, como mínimo, trascendente a la particularidad de cada uno. Este contexto, que es anterior al propio diálogo, es decir, que precede a lo lógico, no puede demostrarse lógicamente. Es el mundo que presupone la lógica para establecer un discurso, por lo que no puede demostrarse mediante dicha lógica.
Hemos llegado, por lo tanto, al presupuesto fundamental de la ocurrencia de que no hay nada nuevo bajo el sol. Esta hipótesis es que hay “algo” (usamos intencionadamente esta palabra absolutamente vaga) compartido por todo aquel con quien hablamos. Este diálogo se extiende, a su vez, a los textos escritos, que suponemos llegamos a entender. Por lo tanto, la hipótesis es que podemos llegar a entender a cualquier ser humano. Esta hipótesis, a su vez, se fundamenta sobre la premisa de que toda la humanidad tiene algo común e imperecedero.
Este presupuesto, que es la base de todo proyecto político de carácter universalista, como los Derechos Humanos, suele ser vista como algo positivo. En tanto que todos tenemos una esencia compartida, que se ve impedida o alentada según el uso que hagamos de los objetos circundantes, podemos encontrar la verdad sobre dichos objetos que nos permita desarrollar plenamente dicha esencia y ser, por ende, felices.
Esta idea indemostrable tiene, a pesar de todo, un reverso más amargo, que es el latente en la expresión hebrea del Eclesiastés. Si la esencia humana no cambia, esto implica que da igual los desarrollos objetivos que se produzcan, porque los seres humanos seguirán sufriendo las mismas miserias e infelicidades que han padecido durante toda su historia. Es lo que parece darnos a entender el hecho de que, aun estando rodeados de objetos que nos facilitan la vida, sigamos estando tristes o amargados. Así pues, no queda claro que esta idea deba ser defendida por sus puras consecuencias prácticas.
Empero, toda esta misma digresión que he desarrollado se basa, a su vez, en el presupuesto de que es mejor ser feliz que estar triste, y en el presupuesto mismo de que puedo hablar con alguien. Este hablar supone, simultáneamente, que hablar sirve para algo, que hay un cambio posible a mejor. Es decir, se conjugan en mi discurso, y en cualquier discurso, las dos hipótesis, según la cual el humano tiene futuro y que este futuro es continuación de un tiempo común humano.
Cuando digo que el ser humano tiene futuro, no me refiero a que tiene una duración puramente temporal, sino que posee un desarrollo narrativo; puede cambiar. Si se supone que el cambio no existe, uno debería callar. Además, si se supone que hay un futuro que posiblemente sea mejor, más verdadero, es porque se acepta que hay una verdad que alcanzar.
La constancia del diálogo reside, por lo tanto, en la ambivalente hipótesis de que el ser humano tiene un futuro, justamente, porque cambia y permanece igual.