Se habla largo y tendido, en los ambientes intelectuales de la actualidad (entiéndase por ambiente intelectual cualquier lugar en que se exponen ideas: colegios, redes sociales, barras de bar…) de los constructos sociales. El constructo social es entendido como aquel prejuicio que la sociedad nos asigna al entendernos como individuos del tipo x o y. Un claro ejemplo serían los roles de género: se presupone, desde el constructo social sexista, que las mujeres prefieren las salidas laborales relacionadas con los cuidados y los hombres aquellas relacionadas con las tecnologías. Esto se debería a una idea sobre los individuos previa a ellos mismos.
Estas ideas previas constreñirían y coaccionarían a los individuos, obligándoles a obedecer a unas pautas anteriores a su identidad misma. La teoría queer no defiende sino que la definición de género es social y que encasilla a los individuos en función de una taxonomía sexual binaria y convencional.
Un interesante argumento de estas posiciones es el consistente en afirmar que las especies animales no obedecen a las reglas de género que sí vemos en el género humano. De este modo, casos como el de los pingüinos machos que mantienen relaciones entre sí y “adoptan” crías o el de ciertos animales “intersexuales” ejemplificarían que los animales no tienen prejuicios sobre sus orientación sexual o género. A partir de aquí se establece que los roles sociales son algo humano, de lo que se infiere su desvinculación de la naturaleza como tal.
Estos ejemplos nos muestran una característica fundamental de las asociaciones humanas, frente a las del resto de animales, a saber; los humanos construimos roles que anteceden a los individuos mismos. La diferencia entre un macho alfa y un rey es que el primero lo es en base a su fuerza, belleza u otra cualidad particular, mientras que el segundo ostenta el poder porque hay una ley que así lo constituye. La primera sociedad política humana, que sería la de cazadores-recolectores (la sociedad nómada es inexplicable fuera del marco animal) establece ya, como mínimo, dos grupos. Antes de nacer, un humano que nazca en dicha comunidad está determinado a ser una de las dos cosas, o será ambas, pero siempre será algo que es anterior a sí mismo.
Este tipo de sociedad es la que se denomina propiamente política, y se define por estratificar a sus individuos empleando unos grupos que preceden a los mismos individuos concretos. Ocurre lo mismo en el lenguaje; nos expresamos en un idioma simbólico que nos antecede. Si el lenguaje, como la sociedad animal, naciera de la constitución subjetiva, no podría entenderse más que como relaciones concretas entre el significante y el significado, lo que daría lugar a un idioma puramente deíctico. Del mismo modo, una sociedad apolítica no puede contener en sí figuras como el rey, el parlamentario o el votante, porque se sostienen con anterioridad al mismo individuo que ha de encarnarlas.
Habiendo expuesto ya la necesaria relación entre sociedad política y rol social, podemos pasar a preguntarnos si esta estratificación política coarta a los individuos que se rigen por ella. En el caso trans, la respuesta parece evidentemente afirmativa, porque los individuos que pertenecen a este colectivo se ven impedidos por la unión entre género y sexo, unión afirmada como política y convencional. Empero, cabe dar cuenta de que la propia denominación de lo trans no es sino una categoría política en sí misma, una categoría que se define por la disyunción de sexo genital y género. Algo parecido ocurre con las personas con cuestiones fisiológicas tales como la ceguera o la parálisis. Estos colectivos de personas no adquieren presencia en el espacio social hasta que poseen una categoría política que se adecúa a su circunstancia. En otras palabras, si no hubiera una categoría de “parálisis física” nadie se hubiera planteado construir sillas de ruedas o rampas.
Esto nos lleva a la idea de que las categorías sociales no existen como meras herramientas de coerción y dominación (eso sería pensar que la sociabilidad específicamente humana es, por esencia, injusta), sino que las mismas sirven para remodelar la sociedad humana y establecer nuevos roles más adecuados para los individuos. Sin estructuración y definición política, la sociedad se ordenaría desde la pura individualidad, la cual, si la deslindamos de lo político, deberíamos asociarla a la emocionalidad.
La paradoja aquí resulta ser la siguiente: la injusticia social es política, pero solo la política es capaz de ser justa. Entre los animales no hay justicia, aunque sí misericordia: cuando un perro, por ejemplo, cuida de otro perro que está herido, no lo hace por una idea general de ayudar a todo aquel que se encuentre en dicha situación, sino porque «su corazón» le mueve a ello. En otra situación, ese mismo corazón le mueve a atacar o, incluso, matar.
La justicia, por otra parte, como el lenguaje, nos recoge con anterioridad a nuestra propia existencia. La idea de justicia no nos abarca de un modo absoluto y completo (al menos no la idea de justicia que en nuestra cabeza humana está) pero sí que nos permite establecer normas que se sustraigan a la volubilidad de las emociones particulares. Sin una noción de justicia la crítica a la política solo puede hacerse desde el cinismo relativista, el cual es, básicamente, la renuncia a hablar entre nosotros.
Por lo tanto, la propuesta de dinamitar todos los constructos sociales, que puede verse en ciertas ocasiones como una empresa loable y utópica, no hace sino renunciar a la condición política del ser humano y limitarla a su condición social. Dejar de lado el lenguaje, que es el principal campo común, implica recogerse en las emociones, que compiten y se matan (literalmente) entre sí. La acción justa pasa, por lo tanto, por una remodelación de las categorías (es decir, de los enunciados que nos generalizan) y de las obligaciones y derechos que nos asignan como individuos.