Los funcionarios chinos, desde la dinastía Han (II A.C.) hasta el emperador Puyi (1912) estaban obligados a memorizar, entender y comprender los textos atribuidos a Confucio y sus discípulos. Se pensaba que, en tanto que el maestro Kong había captado a la perfección el funcionamiento del universo y de la nación chino, todo aquel que tuviera por trabajo velar por la maquinaria del país del medio estaba obligado a aprender en profundidad sus lecturas. El funcionario, no era, por lo tanto, si no aquel que velaba por el funcionamiento (de ahí su nombre) del Estado chino.
En los países occidentales, el trabajo del funcionario está pensado para una labor semejante. Sin policías, sin bomberos, sin enfermeros, el Estado simple y llanamente no funcionaría. Son tareas que son, simple y llanamente, incompatibles con la propiedad privada. ¿Alguien ha pensado alguna vez en las terribles consecuencias de que, por ejemplo, la justicia fuera privada? Se dictarían sentencias en función del talonario, y no del hecho (más aún, digo). Así pues, podríamos decir que los funcionarios, aquí y en la China imperial, se asemejan a las columnas de un templo: lo sostienen y permiten que las personas realicen sus actos de fe, que en el caso del Estado son los actos sociales. ¿Acaso no es tener fe pensar que el conductor del bus nos va a llevar a nuestro lugar, o que la secretaria de la seguridad social enviará correctamente nuestro formulario? Sin embargo, esto de la relación entre creencia y sociedad es tema de otro texto.
Yo quería hablar aquí de la necesidad y, a la vez, el problema del funcionariado. Si continuamos con la metáfora de las columnas, podemos ver cómo, aunque estas son imprescindibles, solo se requieren un número determinado de ellas. Si hay demasiadas serán inútiles, y si el número ya es abrumador, llegarán hasta impedir el paso de las personas. Esto es lo que ocurre en gran parte de los Estados modernos, siendo España uno de ellos; en ciertas áreas, el número de funcionarios excede a la propia función que deben realizar, y no solo se produce un rendimiento decreciente, sino un contra rendimiento que raya, en ciertas situaciones, lo absurdo. Si alguien no me cree, debería realizar algún procedimiento en que la Seguridad Social o un departamento semejante se vea implicado. Es ya motivo de broma popular el que te mande a veinte pisos distintos y que, finalmente, acabes donde empezaste. Da la sensación de que se quiere justificar un número a las claras innecesario de funcionarios, dividiendo una tarea que podría realizar fácilmente una sola persona en una infinidad de parcelas minúsculas. Es como si los arquitectos del templo, viendo la cantidad de columnas que habían construido, inventasen funciones para cada una de ellas, cuando una columna debe, simple y llanamente, sostener un edificio.
El caso máximo de sinsentido funcionarial es cuando los políticos, por ganarse unos votos, comienzan a deformar el santuario de tal manera que es el propio templo el que tiene por objetivo dar existencia a las columnas. Esto es el apogeo del absurdo. En Argentina, por ejemplo, los ciudadanos deben pagar niveles abusivos de impuestos para sostener a una masa de funcionarios que aumenta a cada momento y es, no solamente innecesaria, sino venenosa para el país.
Por lo tanto, a la hora de pensar en este y otros temas estatales, deberíamos afinar más nuestro juicio arquitectónico: razonar para qué sirve cada cosa y no intentar justificar edificios absurdos mediante peroratas a posteriori.