La Verdad ha sido, siempre, la relación adecuada del ser humano con el mundo. Esto es así en las teorías filosóficas tradicionales, que aseveraban la necesidad de adecuación del alma para con una Idea, sustrato común del hombre con todas las cosas[1], como en las corrientes escépticas, donde es el hombre quien se impone sobre el universo en tanto que creador particular de verdad[2]. En toda filosofía se parte, por lo tanto, de una disyunción primaria: el ser humano (el sujeto) y el resto del universo (incluyendo a los otros humanos). Esta oposición sujeto-objeto no es ahistórica ni eterna: no se encuentra, por ejemplo, en los pensadores presocráticos, a quienes se denomina por esto “naturalistas”. Hay un momento de escisión entre el hombre y el resto de cosas. Cuando los seres humanos consiguen crear, dentro de la naturaleza, un espacio propiamente antropológico (las ciudades) se inicia una separación que fructificará especulativamente en la filosofía sofista y en su contrapunto socrático, y dará lugar a las dos corrientes constantes de la tradición occidental, ya mencionadas.
La Verdad consistiría, por lo tanto, en la reunificación del hombre con el resto de cosas, pero no volviendo a la situación prefilosófica, sino encontrando una certera armonía: si el orden natural se quebró fue, justamente, porque no era “verdadero”, porque impedía al ser humano desarrollarse en su plena potencia. La tradición filosófica consiste en la búsqueda de ese vínculo duradero[3].
En el capitalismo tardío, sin embargo, no nos hallamos más cerca de este vínculo que en otras épocas, no parece la historia ser una línea progresiva donde la relación mundo-hombre se mejora paulatinamente. La relación actual que el ser humano mantiene con los objetos (en el sentido marxista-hegeliano: lo que hay frente al yo) es una de serialización, dominación y aceleración. La producción es exponencial y no obedece a fin racional alguna, sino que, a la inversa, la razón se somete a la producción de mercancías. El resultado de esto es una particularización de la razón (la razón del comprador) y una concepción omnisciente de los deseos del hombre. Como dice Horkheimer:
“La crisis contemporánea de la razón radica fundamentalmente en el hecho de que llegando en su evolución a una determinada etapa, el pensamiento o bien perdió por completo la capacidad de concebir tal objetividad, o bien comenzó a combatirla como un espejismo. Este proceso vino poco a poco a afectar hasta al contenido objetivo de todo concepto racional. Finalmente no hay realidad singular alguna que pueda aparecer como racional per se; vaciados de su contenido, todos los conceptos fundamentales se han convertido en meras cáscaras formales. Al subjetivizarse, la razón se formaliza en igual medida[4]”
Evidentemente, la objetividad, en el capitalismo, no es más que el medio a través del cual realizo mis deseos particulares, que se reducen, en última instancia, al aumento de las riquezas. Así pues, la Verdad, caracterizada desde siempre como relación, se convierte en una herramienta para alcanzar los objetivos del mercado. La serialización y normalización de este nuevo vínculo se constata en la conciencia como Postverdad.
La postverdad no se identifica inmediatamente con la mentira, ya que esta es el opuesto de una relación adecuada, la relación que la razón concibe como verdadera. La postverdad, en cambio, se caracteriza por convertir a la razón en un engranaje más del sistema pasional del mercado; es racional lo que sirve para cumplir satisfactoriamente con la demanda. Como hipotetiza Koyré en La función política de la mentira moderna:
“¿y si la guerra, estado excepcional, episódico, pasajero, se convierte en estado perpetuo y cotidiano? Está claro que la mentira, de ser excepcional, pasaría también a ser cotidiana”[5]
En el sistema de competición capitalista[6], donde toda persona es enemigo del resto de la sociedad, la mentira pasa a ser habitual. Y una mentira constante, finalmente, no se convierte en verdad, sino que destruye la posibilidad de esta. Como se señala en Pos-verdad en el periódico: “la divulgación de noticias falsas desemboca en una banalización de la mentira y, por ende, en la relativización de la verdad”[7].
La verdad, simplemente, ya no incumbe a la relación entre el sujeto y el mundo (incluyendo a los otros sujetos). Siempre que se habla acerca de la verdad suele hacerse en términos de hechos: los datos que confirman mi posición, las herramientas que afianzan mi lugar en el mercado político. Sin embargo, cualquier persona realmente interesada por la verdad sabe que los hechos nunca se dan desnudos, sino que siempre están imbricados en una mar de concepciones generales, y que son las concepciones las que sitúan a los hechos, y no a la inversa[8].
Además, aunque los hechos realmente se dieran como una suerte de objetividad pura, estos ni siquiera servirían para hablar en términos generales, ya que la cantidad actual de hechos a los que estamos sometidos es tan inmensa que impide cualquier generalización especulativa a partir de ellos. Por cada diestro violador, hay un zurdo racista. El mercado, nuevamente, en su generación exponencial de objetos (seres con los que nos relacionamos) ahoga la posibilidad de establecer un marco empírico mínimamente coherente.
Por ello, la opción más consecuente con el cosmos actual es el olvido de los hechos, no en pos de teorías críticas del mundo, sino a favor de la universalización del yo comprador y vendedor.
La posverdad está causada, además de por la absolutización del yo (el empresario burgués, el emprendedor concreto), por la problemática generada a raíz de la entrada en el mercado de agentes que no encajan en el arquetipo burgués tradicional. Cuando, además de hombres blancos heterosexuales, mujeres, negros, homosexuales, transexuales y demás individuos comienzan a acumular riquezas, se produce una contradicción entre el esquema funcional del capitalismo y su realización concreta: la moral, la ciencia, la filosofía del liberalismo estaba pensada desde el marco de familias protestantes donde era el hombre quien realmente participaba en la producción social. Eran individuos, de facto, históricamente funcionales, únicamente los hombres, en tanto que eran los trabajadores y burgueses, los actores del sistema objetivo. La mujer era el apéndice necesario para que la cadena de reproducción humana siguiera funcionando[9], y los negros eran los esclavos que suplían la carencia de proletarios del capitalismo americano incipiente[10].
Sin embargo, con la introducción en el mercado de estas minorías y de los países no occidentales se produce una dislocación entre el sistema de pensamiento capitalista y su funcionamiento: estas personas no comparten el lenguaje del liberalismo clásico, por lo que se genera un clima de incomunicación entre grupos de una misma sociedad, grupos que ahora todos tienen preeminencia[11].
Junto a esta multiplicidad de agentes, la infinidad acelerada de objetos, que conduce a individuos volitivos e irracionales, tiene como consecuencia una asunción del conflicto inmediato. El identitarismo es furtivo y violento, y se manifiesta en constantes arrojamientos de “hechos” redes sociales mediante, lo que es, básicamente, la imposibilidad radical de la convivencia.
Si la Verdad ha sido siempre relación, entendemos claramente por qué los griegos denominaban bajo el concepto de logos a ese fundamento común de la realidad. El lenguaje es el marco que nos abre al cosmos y nos permite salir de la particularidad. Por ello, creo que es necesario ver el giro lingüístico realizado en el siglo XX, más que como una novedad radical, como la recuperación de una problemática que, en un cierto punto, se oscureció. La filosofía del primer Wittgenstein, del círculo de Viena, Russell y demás pensadores responde a un deseo ya incoado en la doctrina cartesiana: la búsqueda, a partir de un yo puro, de verdades claras y distintas. Esta tesis fundamental va desarrollándose en su relación con los objetos: Kant resitúa la cuestión, y en vez de hablar de un yo ontológico (pues eso sería caer en un paralogismo) fundamenta su filosofía en yo epistémico, dividido en categorías del conocimiento e ideas. La primera filosofía del lenguaje, postivista, entiende que estas categorías del conocimiento se realizan eminentemente en el lenguaje, y que, como un yo estructurado y primario, es posible un logos perfectamente construido. Esta necesidad de entender el yo como un ser en comunicación viene recuperada por la labor científica del siglo XIX, que se constituye en la herramienta prodigiosa de occidente: gracias a ella, los imperios han colonizado el globo completo. Así pues, esta filosofía del lenguaje entiende el conocimiento como un trabajo conjunto de una multitud de yos puros. Una suma de científicos que realizan partes de la investigación y que son intercambiables entre sí. Según esta concepción, si viviera eternamente un solo hombre, podría descubrir por sí solo todas las verdades. Por lo tanto, la importancia del lenguaje es aquí más bien accidental que esencial, y sus disquisiciones no se distinguen, a nivel especulativo, de las que tenían los medievales en torno a los universales, discusiones lógicas al fin y al cabo. De este modo, Wittgenstein, en el Tractatus, asume que palabras y hechos son universos paralelos y concordantes. El otro no añade, realmente, nada de valor, porque yo puedo descubrir, hablando conmigo mismo, todas las verdades.
Sin embargo, el mismo esfuerzo sistemático y constante de estos pensadores les lleva a comprobar la futilidad de su empresa. El lenguaje, realmente, no es (ni puede ser) un circuito cerrado entre un yo desinteresado y una pluralidad de hechos congelados. Los lenguajes, como afirma el ya segundo Wittgenstein, son juegos, mecanismos cuya función es tender puentes entre los diversos hablantes. El lenguaje no puede reducirse a las palabras expresadas, sino que rebalsa su límite gramático, para alcanzar unas metas pragmáticas. Estos sistemas nunca están clausurados ni pueden ser órdenes perfectos, sino que existen en la misma dinámica que sus hablantes. El objetivo tiene que ser, más bien que la imposición de unas reglas lingüísticas autoritarias, la creación de un marco operativo en que los hablantes del nuevo orden plural puedan entenderse. Para Vattimo, esto sería
“empresa fundamentalmente abierta, como experiencia vivida más que como reflexión teórica, y como una obra vehiculada a través de una dimensión comunicativa y expresiva, más que descriptiva, del lenguaje mismo”[12]
La importancia, entonces, de la filosofía del lenguaje en la sociedad contemporánea, consiste en la búsqueda de una posibilidad de consenso en una sociedad que no encaja en el lenguaje clásico liberal-cientificista.
Por lo tanto, la filosofía del lenguaje realiza un giro en la forma de aproximarse al problema de la Verdad, pero no lo anula. Aunque ciertos pensadores abogan, debido a la dificultad de hallar verdades comunes y firmes, por un uso emotivista del lenguaje[13], la filosofía pos-positivista no implica necesariamente que se adopte este método. Lo que ha acontecido en el siglo XX es la caída de un esquema ontológico que sostenía el mundo desde la Ilustración, pero no implica que se halla derrumbado la posibilidad misma de encontrar un sistema adecuado para nuestra circunstancia. La Verdad sigue siendo, realmente, el objetivo último de la filosofía.
Un ejemplo claro de la dificultad implicada en la tarea de construir una teoría y una sociedad que abarque a todos los seres humanos de un modo pleno se encuentra en la teoría historiográfica de Immanuel Kant. Para Kant, igual que para los filósofos contemporáneos, la indagación especulativa acerca de los primeros principios se halla limitada por nuestras propias categorías del entendimiento. No podemos afirmar, desde la sola teoría, que exista Dios, el alma como ente inmortal o que halla recompensa a nuestras acciones[14]. Frente a esta oscuridad, Kant propone la afirmación pragmática de un progreso en la Naturaleza, como base necesaria para interpretar el desarrollo humano en claves de progreso y esperanza. A fin de no caer en el escepticismo y negar cualquier posibilidad de relación adecuada (Verdad), el filósofo prusiano opta por sostener la creencia de que ideales y fenómenos acabarán, en algún punto determinado (más allá de esta vida) por encontrarse y armonizarse. Por lo tanto, hay un final al que todas nuestras acciones contribuyen; aunque, por sí solas, ciertas acciones parezcan injustas, desde el plano general se aprecia cómo suponen un avance para la Humanidad. Es lo que Kant denomina insociable sociabilidad, definida como: “el que su propensión (la de los hombres) a vivir en sociedad sea inseparable de una hostilidad que amenaza constantemente con disolver esa sociedad”[15].
Es decir, el hecho concreto no puede ser analizado más que desde el conjunto de la Historia[16]. Dentro de esta dialéctica, en que los hombres socializan en formas cada vez más complejas gracias a que la competición entre ellos se hace cada punto más aguda, la crítica a cada organización social concreta se hará desde tres disciplinas. Por un lado, esta sociedades deben cristalizar en una formalización legal de la convivencia: es la socialización más sometida a las contingencias de cada pueblo. Esto lo identifica Kant con la ley, con el Derecho. Este Derecho, por lo tanto, es el marco de juego[17] mínimo para el diálogo entre unos seres que, como ya hemos visto, se repugnan pero se necesitan. Desde este Derecho, se construyen la religión y la filosofía. La religión, por su parte, constituye el modo en que las personas de una cierta sociedad conciben la realización de los ideales de la razón pura. Cómo el mundo se fundamenta y tiende hacia un Bien, de qué forma nuestras almas pervivirán a nuestra muerte, y en qué medida nuestros actos morales tienen recompensan. De cada teología surge una cierta moral, conjunto de normas que están dotadas de una mayor universalidad que el derecho, o que se conciben por sus creyentes como no convencionales, al contrario que las leyes civiles. En la actualidad, estas normas religiosas, que se interiorizan en el individuo, serían los Derechos Humanos, en tanto que establecen una serie de conductas acatadas sin crítica por sus creyentes. Finalmente, la filosofía, entendida como crítica kantiana, consistirá en la delimitación de las afirmaciones de la teología y el derecho: cuando la filosofía encuentre contingencias, formas de religión o derecho que no contribuyen al cumplimiento de los imperativos categóricos, la filosofía debe denunciarlas para que se lleve a cabo una reforma de las mismas. El sistema kantiano, por lo tanto, se propone establecer un marco de diálogo en que, obligados por su propio egoísmo, los hombres deban construir una sociedad común lo más justa para todos. La sociedad que se acabe imponiendo será, por la coincidencia ya explicada entre ideales y fenómenos, un sistema en que se evite la violencia en la medida de lo posible. En palabras de Kant:
“este sentimiento se convierte en la esperanza de que, tras varias revoluciones de reestructuración, al final acabará por constituirse aquello que la Naturaleza alberga como su propósito más elevado: un Estado cosmopolita universal en cuyo seno se desplieguen alguna vez todas las disposiciones originarias de la especie humana”[18].
Aunque pueda parecer que esta sociedad cosmopolita de diálogo universal coincide con la noción rortyana de ironismo liberal, difieren en un punto clave. Efectivamente, lo que Rorty no justifica filosóficamente (la búsqueda de evitar la violencia como principio de la conducta dialógica) en Kant está fundamentado críticamente en el concepto de imperativo categórico. Los diversos modelos de sociedades se construyen desde los intereses contingentes de los individuos, eso es claro; sin embargo, la crítica de los mismos debe realizarse desde un fundamento universal. Si esto no se cumple, no hay justificación posible de que un modelo sea mejor que otro, ya que, si todo es convencional, el hecho de que la violencia sea negativa sería también convencional. Llevándolo a la práctica actual, no tendría sentido quererle pedir a Kim Jong Un que dejara su puesto de poder en base a la propuesta de Rorty, ya que, si no hay Verdad, ¿quién dice que la relación del líder norcoreano con sus súbditos es más injusta que la que se da en el sistema parlamentario? La justicia, el bien, y todo principio ético universal se expresa, en primer lugar, en las manifestaciones religiosas, como un deseo de la voluntad de alcanzar un mundo mejor, y en segundo lugar, como la crítica filosófica a la realidad. Ambas manifestaciones expresan el carácter fundamental de la Verdad: su dimensión universal y necesaria.
Recogiendo la propuesta kantiana en el siglo XXI, podemos entender que la ley y la religión que imperaba hasta el siglo XX han chocado contra sus límites naturales debido a la aparición de los nuevos integrantes del diálogo (negros, mujeres, trans…). El objetivo debe ser, ahora, criticar el modelo que nos ha conducido aquí, a fin de hallar sus limitaciones, y conseguirlas superar en pos de unos objetivos comunes a la especie humana.
La crítica de dicho modelo ha sido realizada por numerosos pensadores durante el anterior siglo y el presente. Las dos principales corrientes son la fenomenología, que propone una crítica radical del conocimiento, lo que derivó en el existencialismo heideggeriano y en la reflexión francesa sobre la otredad, y el marxismo, que, en su derivación revisionista, alcanza nuestros días en la forma de feminismo de la tercera ola, movimiento queer y otras filosofías. Una de estas últimas corrientes revisionistas, la Escuela de Frankfurt, podría ser considerada la antecesora del resto de teorías: esto es así tanto cronológica como filosóficamente.
La Escuela de Frankfurt nace a principios de los años 20 en el Instituto de Investigación Social: sus primeros pensadores, Horkheimer, Adorno y Marcuse, buscan una revisión de la teoría marxista, alejada de la interpretación ortodoxa soviética. En contra de la teoría de Lenin y Stalin, los frankfurtianos defienden que en Marx no se da un economicismo, sino que las relaciones dialécticas pueden ser también condicionadas por lo que ha venido denominándose “superestructura”. Además de emplear la teoría marxista de la dialéctica histórica y de la lucha de clases, estos filósofos usaron la teoría de Freud para aseverar que las injusticias sociales se traducían en represiones dañinas de las pulsiones.
Estos pensadores influyeron, al emigrar a Estados Unidos, a los movimientos sociales que se dieron en este país. El movimiento hippie, por ejemplo, tuvo claras conexiones con Herbert Marcuse. La filosofía del feminismo de la cuarta ola y de la teoría queer son ejemplos de esta reflexión marxista en claves de oprimidos-opresores.
Por otro lado, la segunda generación de la Escuela de Frankfurt tiene como máximo exponente a Jürgen Habermas y su teoría de la acción comunicativa. Habermas, alejado del marxismo de sus maestros, defiende que el objetivo de la filosofía debe ser encontrar los intereses trascendentales de toda la especie humana y llevarlos a cabo mediante el consenso.
Este proceso se realiza en dos momentos[19]: en primer lugar, mediante la crítica del sistema social y de conocimiento de la época, y en segundo término, mediante la postulación de los ya mencionados intereses trascendentales.
La crítica a la teoría del conocimiento es realizada por Habermas en Conocimiento e interés, obra en la que expone el modelo clásico epistemológico. Según este autor, la filosofía y la ciencia, desde sus orígenes, defienden que
“Una verdadera orientación para el obrar sólo puede ser dada por un conocimiento que se haya liberado de los meros intereses y se haya dirigido a las ideas, por un conocimiento que haya adoptado una actitud teórica”[20]
Esta disyunción entre teoría y praxis viene dada por la filosofía como respuesta a los mitos religiosos: en ellos, el hombre está sujeto a las fuerzas divinas y su influjo. Para el pensador, por lo tanto, el ser humano debe alejarse de estas fuerzas naturales y observar el universo desde una posición neutral, para así saber cómo adecuarse a él.
Así pues, “El separar los valores de los hechos significa contraponer un deber ser abstracto a un puro ser”[21].
Esta separación alcanza el siglo XIX y es llevada a su máximo exponente por el positivismo, que sustituye la especulación por el procedimiento científico-técnico, donde “Lo que antes constituía la incidencia práctica de la teoría, se sacrifica ahora a las prescripciones metodológicas”[22].
Aunque algunos autores, como Husserl, critiquen el modelo positivista, no lo hacen sino asumiendo su postura básica: que el conocimiento está desligado del interés, que hay un hiato en el hombre entre lo que debe hacer y lo que debe estudiar. Justamente, la fenomenología, con su reducción eidética, lleva esta oposición a su máximo exponente. Todo este proceso tiene como objetivo la dominación del mundo natural, o el desasimiento del mismo, lo que es, como nos explica Habermas, un interés. Así pues, el objetivo ha sido la supervivencia del yo, el cual “sólo se puede conformar como una magnitud fija, mediante su identificación con leyes abstractas del orden cósmico”[23], o, en otras palabras “La autorreflexión está determinada por un interés de conocimiento emancipatorio”[24].
Es decir, para Habermas, la solución a la confrontación entre teoría y praxis no se da por la separación de las mismas, sino por su reunificación. Desde el actuar concreto, conocemos cuáles son nuestros intereses y, desde ahí, podremos formular sistemas que busquen satisfacerlos. Como explica el propio filósofo:
“Sólo cuando la filosofía vuelva contra la apariencia de teoría pura, teoría que pretende ser ella misma la crítica contra el objetivismo de las ciencias, sólo entonces puede ganar la filosofía, desde esta dependencia reconocida de un interés determinante, la fuerza que, como filosofía aparentemente sin supuestos, pretende reivindicar inútilmente”[25]
La emancipación es un concepto en Habermas de cuño marxista y kantiano: efectivamente, su análogo sería el ideal de la razón pura, un objetivo que no se presenta fenoménicamente, en el mundo de los hechos, sino dentro del ser humano, y que es su baremo de la realidad. He ahí la adecuada comunicación, la Verdad: alcanzar el ideal del ser humano, el cual vamos conociendo en el propio desarrollo histórico de modelos que se suceden.
Efectivamente, el ideal, que ya no es fruto de un yo puro, sino de una autoconsciencia en desarrollo hegeliano, se construye en el conocimiento que el ser humano obtiene de sí mismo mediante la interacción con los objetos. La relación se va haciendo, pues, más verdadera. Así pues, “Las acciones del sujeto trascendental tienen su base material en la historia natural del género humano”[26].
La emancipación se busca desde los orígenes de la humanidad, desde la dominación del medio natural hasta la búsqueda de regular un orden humano más justo. El conocimiento, que en su base surge como lucha contra la naturaleza, se desarrolla hasta tal punto que permite, cuando el medio ya es puramente humano, buscar una relación entre semejantes mejor.
Cuando se alcanza tal punto en que la naturaleza no es el principal problema del hombre, sino que lo es el propio hombre, el conocimiento se desarrolla como organización de las relaciones interhumanas.
Por lo tanto, cuando hemos alcanzado ese momento del ser humano, podemos entender que “Los intereses emancipadores del conocimiento se conforman en el <<médium>> de trabajo, lenguaje y poder”[27].
Así pues, el conocimiento, tras superar su primera fase de confrontación directa con el medio natural, se desarrolla en las relaciones de producción, relaciones de satisfacción de las necesidades naturales que están estructuradas entre los que poseen los medios de producción y los que los producen. El lenguaje se constituye como una constatación de ese poder[28]. Y no solo como constatación, sino como perpetuación del mismo[29]: como el conocimiento se expresa eminentemente en el lenguaje, quien controla este controla aquel. Así pues, la herramienta fundamental de relación verdadera, en las sociedades injustas, es la palanca esencial de la injusticia en un mundo injusto.
Ahora podemos entender, por lo tanto, el problema radical del positivismo y el logicismo del lenguaje: cuando construimos un sistema lingüístico dominado por metodologías objetivas, que niegan los intereses de los individuos, lo que hacemos es presuponer como válidos los intereses de los grupos dominantes de la época. La solución será, por lo tanto, la reconexión del lenguaje con los intereses verdaderamente trascendentales del ser humano.
En palabras del propio Habermas,
“Sólo cuando la filosofía descubre las huellas de la opresión en el proceso dialéctico de la historia, opresión que siempre ha deformado el diálogo y lo ha desterrado de los canales de una comunicación libre y pública, sólo entonces puede la filosofía impulsar el proceso emancipador, cuya anulación, sin esta crítica, estaría legitimando”[30]
En conclusión, podemos afirmar, junto a Habermas, que el lenguaje es el medio esencial para que los seres humanos alcancen la Verdad. Este concepto, que hace referencia desde sus orígenes a adecuada relación, únicamente en la medida en que los seres humanos hayan alcanzado una comunidad realmente justa podrá darse fácticamente. Hasta entonces, late como una posibilidad incumplida en el lenguaje y el pensamiento humano.
[1] No solo la línea platónica, sino también el Dios aristotélico, medieval (y cartesiano), la substancia de Spinoza, el Espíritu hegeliano…
[2] Protágoras, Hobbes, Rorty…Todos ellos comparten la primacía del hombre sobre el objeto.
[3] Incluso en las filosofías “escépticas”, la falsedad es el enlace constante entre el sujeto y su cosmos, por lo que sería, realmente, una verdad.
[4] Horkheimer, Max: Crítica de la razón instrumental, p. 57, trad. de Jacobo Muñoz, ed. Trotta.
[5] Koyré, A: La función política de la mentira moderna, p. 3
[6] Educación, trabajo, relaciones…Todo se vertebra desde el ganar y perder.
[7] Pos-verdad en el periódico, p. 1.
[8] La filosofía de la ciencia y la filosofía del lenguaje, de la que hablaremos luego, señalan y profundizan este cambio de relación entre los hechos y las teorías.
[9] Acerca de este tema, Engels, F: El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado.
[10] Los pueblos asiáticos no entraban apenas en el juego de fuerzas.
[11] Evidentemente, cuando solo es un grupo el que domina, no hay necesidad de diálogo, sino más bien una relación de dominación estricta, como asumen muchos padres respecto de sus hijos.
[12] Vaiana, Leonarda, “La contribución de Gianni Vattimo al giro post filosófico del pensamiento contemporáneo”
[13] Rorty y Vattimo están en esta línea.
[14] Es más, ni siquiera podemos aplicar la noción “existir” a estos ideales de la razón pura.
[15] Kant, Immanuel: Idea para una historia universal en clave cosmopolita, p. 333, AK VIII, 18, ed. Gredos.
[16] Posible crítica ya en Kant al positivismo.
[17] Segundo Wittgenstein.
[18] Íbid, p. 341, AK. VIII, 28
[19] “Momento” en sentido hegeliano.
[20] Habermas, Jürgen: Conocimiento e interés, conferencia, p. 1.
[21] Habermas, Jürgen: íbid, p. 4
[22] ídem
[23] Ídem, p. 6
[24] Ídem, p. 8
[25] Ídem, p. 10
[26] Ídem, p. 11
[27] Ídem, p. 12
[28] En Crítica de la razón instrumental, Horkheimer explica como el concepto de yo remitía, en primera instancia, a los jefes de la tribu. Solo cuando cada individuo asume un jefe en sí, se autodomina, el yo se seculariza.
[29] En una línea semejante, la teoría del lenguaje de Foucault.
[30] Ídem, pp. 13-14