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Sobre filósofos y escépticos

Toda Historia, en sentido mayúsculo, consiste en una recopilación coordinada de acontecimientos pasados (frente a las historias, que son narraciones ficticias o, por lo menos, contingentes, la Historia se asume como un pasado que nos influye y desde el que partimos). Como todo acto humano, la Historia está construida por personas presentes con una intención y unos datos concretos. La Historia de la filosofía no podría ser menos; el propósito aquí es el de definir cuál es el objeto de la filosofía y en qué medida se han aproximado los diversos autores al mismo, a fin de ver si se ha tomado la dirección correcta o si se debe recular y repensar el asunto.

Nuestro conocimiento de la filosofía, o de los pensadores de la filosofía, nace con los presocráticos (No podemos conocer, por ahora, si hubo filósofos antes de estas fechas), aunque denominarlos filósofos como tal es una cuestión compleja. Efectivamente, estos autores son considerados los iniciadores de la filosofía en la medida en que reflexionaron acerca del Todo y sus principios sin presupuestos teológicos tradicionales. Frente a Homero y Hesíodo, que también escriben sobre el cosmos, pero partiendo de los dioses de la cultura griega, autores como Tales de Mileto o Empédocles construyen sus teorías desde la Naturaleza, empleando de los datos que ellos mismos encuentran en el mundo. Así pues, la filosofía constituye la búsqueda del fundamento de todo lo existente, denominado Verdad.

El problema de esta aproximación a la naturaleza consiste en que, por su afán de distanciarse de sus tradiciones culturales, de la obra de sus antepasados y conciudadanos, quedan sumergidos en la realidad no-humana, y únicamente tienen en cuenta el mundo en sus especulaciones. Esto, como problematiza Sócrates, constituye un presupuesto injustificado por parte de los presocráticos: y es que, siendo ellos seres humanos frente a un mundo, se olvidan de sí mismos y asumen que el elemento objetivo es el fundamental. Así, en la búsqueda personal de la Verdad y el Todo, se olvidan de una parte esencial de dichas dimensiones, que es la propia persona que indaga sobre la Verdad.

Los sofistas, especialmente Protágoras, son los primeros pensadores que sacan a colación este olvido de la persona. Con su famosa frase, “el hombre es la medida de todas las cosas”, el maestro sofista nos hace ver que, siempre que hay una relación con objetos, está implicado un sujeto. Esta implicación del sujeto supondrá para los sofistas que las afirmaciones sobre la realidad siempre están transidas de la particularidad de quien las enuncia. La Verdad, como un acceso esencial al mundo, será entonces una falacia, ya que esto, desde un sujeto, es radicalmente imposible. La función de la filosofía será, entonces, puramente retórica: tendrá como objetivo convencer a las otras personas de su verdad particular, a fin de que le ayuden a conseguir sus objetivos. En comunidad, esto se traduce en una búsqueda de consensos meramente convencionales.

Sócrates, y más tarde Platón y gran parte de sus discípulos, recuperarán el papel del sujeto en la búsqueda de la Verdad, pero no desde la postura sofista, sino como fundamento esencial y absoluto de la realidad. Para estos pensadores, el yo está conectado con el universal, que se contrapone al mundo natural en tanto que este varía y muda su apariencia. Así pues, el ser humano contiene en sí, bajo la forma de Ideas, la esencia inmutable del Todo, que es la Verdad. Esta Verdad no es, sin embargo, subjetiva, aunque el sujeto la encuentre en su alma: reside en un plano ontológicamente superior al material, que es la verdadera universalidad. El ser humano “recuerda” desde su esencia la esencia de la Verdad. Se supera así la tensión entre objetivismo ingenuo y particularismo relativista.

Este principio del yo irá desarrollándose y adoptando nuevas formas a lo largo de la historia: Plotino, Descartes, Fichte…Formarían parte de una misma corrientes en tanto que defienden que el fundamento del Todo no está en el objeto al que el sujeto se enfrenta, sino en una realidad superior, más próxima al yo que a la materia. Empero, estas filosofías no caen en el relativismo, sino que construyen una suerte de supraobjetivismo. El pensador francés, por ejemplo, aunque radique su pensamiento en la certeza del cogito particular, necesita de Dios como pilar maestro de su ontología a fin de no caer en el solipsismo. Aunque nieguen categoría esencial al objeto mundano, no lo anulan, sino que lo subsumen a un principio superior.

Por otra parte, dentro de esta tensión entre el sujeto y el objeto, la corriente alternativa a la preeminencia del sujeto viene a ser, consecuentemente, la defensa del objeto como principio y raíz del conocimiento verdadero. Aristóteles es considerado el padre fundador de esta postura, ya que defiende que todo conocimiento parte de la experiencia y que depende de la aprehensión que el sujeto hace de los objetos. El sujeto, aquí, tiene como función extraer la Verdad de su confrontación con la diversidad de objetos: buscar la unidad en la multiplicidad empírica. En esta corriente estarían insertos los filósofos escolásticos y los empiristas. Paradójicamente, aunque la base de la Verdad es contraria a la de los “autores del yo”, el resultado es, en múltiples ocasiones, el mismo: la conclusión de que existe un principio ontológico más allá de la naturaleza, metafísico. Es el dios de Aristóteles, o las categorías del entendimiento kantianas. Así pues, tanto los autores que defienden la primacía del yo como los que defienden la necesidad del objeto concluyen que, a fin de no caer en el escepticismo, es necesario que exista un principio que armonice las tendencias contrarias de la realidad.

Aunque la hemos mencionado someramente, sí que existe una corriente de autores que escapa a la afirmación de este principio absoluto, denominado usualmente Verdad: son los pensadores que asumen los postulados sofistas como verdaderos, los denominados escépticos. Ha habido más de una época histórica en que los escépticos no solo han existido, sino que han sido mayoría en el escenario filosófico: en la Academia tardía, por ejemplo, el platonismo derivó, de la mano de Carnéades y Arcesilao, en la asunción de que era imposible alcanzar las Ideas desde una subjetividad envuelta en la materialidad.

El conflicto especulativo fundamental no se da, por lo tanto, entre los filósofos del yo y los del objeto, sino entre los pensadores que afirman la posibilidad de alcanzar una Verdad y los que niegan dicho principio de unificación. En la actualidad, el pensamiento escéptico ha cogido fuerza, por motivos que escapan a la intención de este texto. Nuestro objetivo es exponer a algunos autores que defienden esta postura, a fin de contraponerlos a los pensadores de la Verdad.

Dos autores que se acogen con mayor fuerza a este principio de ausencia de Verdad son Rorty y Vattimo. A grandes rasgos, podríamos definir la doctrina de estos autores empleando las palabras del segundo, quien dice que “en cualquiera de los modos en que pueda pensarse una estructura estable del ser, esta acabará inscrita de todos modos en el destino (Geschick) del olvido connatural al ser en la historia de la metafísica”; es decir, que cualquier conceptualización de la Verdad acabará disolviéndose en el constante cambio de la realidad. Pensamiento débil e ironismo liberal confluyen en el convencionalismo de las verdades, sobre todo en el campo de la política y la ética. Así pues, hacerse el menor daño posible, como ya defendió Protágoras, es el objetivo de estos negadores de la filosofía fuerte.

El problema de estos autores, empero, no reside tanto en sus afirmaciones sino en sus secuelas posteriores. Como Calicles o Trasímaco, las doctrinas relativistas acabarán redundando en una defensa de cualquier sistema político, incluyendo aquí a los tiránicos. Porque, si no hay una verdad ética, ¿qué motivo tiene un gobernante para no manipular y constreñir violentamente a sus súbditos? Por lo tanto, el objetivo final de Vattimo y Rorty, que era acabar con la violencia de la racionalidad, acaba derivando en una violencia de la irracionalidad, o por lo menos en la incapacidad de denunciarla.

A nivel ontológico, el problema de su negación de la verdad es el mismo que Platón objeta, en boca de Sócrates, a Protágoras, cuando, en el Teeteto, afirma

“Si para cada uno es verdadero lo que opine por medio de la percepción y una persona no puede juzgar mejor lo experimentado que otra, ni puede tener más autoridad para examinar la corrección o falsedad de la opinión ajena, y, según se ha dicho muchas veces, sólo puede juzgar uno mismo sus propias opiniones, que son todas correctas y verdaderas, ¿en qué consistirá, entonces, la sabiduría de Protágoras?”

Es decir, si la Verdad no existe, ¿cómo sabemos que es verdad que “el hombre es la medida de todas las cosas” que “todo fluye” o, en palabras contemporáneas, “que la verdad es una metáfora”? Sería imposible realizar un juicio que abarcara toda la realidad si no hubiera algún tipo de comunidad entre las cosas, que es lo que se ha llamado desde antiguo Verdad.

Sin embargo, también es problemática la filosofía de Fukuyama, que podríamos entender como el máximo representante de una teoría presente de la Verdad. Entiendo por esta denominación a los pensadores que creen que la Verdad se ha alcanzado de facto y que esta se identifica con la existencia omnímoda de una realidad política e ideológica determinada. A fin de hacer más inteligible esta aseveración, se ve claro con la afirmación de Fukuyama, quien ve “el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”. El problema de la teoría de Fukuyama es que cree tener una relación privilegiada de la Verdad, en tanto que ha nacido en el siglo XX, y asume que todo lo ocurrido era un camino hacia el punto presente, lo cual es imposible de justificar. Además, saca de la ecuación a investigaciones futuras que acaben resituando sus tesis o incluso refutándolas. Al final, la conclusión de Fukuyama es semejante a la de Rorty: una afirmación del sistema actual (liberalismo) de modo especulativamente injustificado.

Si comparamos estas alternativas con la tradición filosófica, partiendo de las Ideas platónicas, el dios de Aristóteles y todos los conceptos últimos de unificación, vemos que los filósofos han sostenido una tensión constante en los principios contrarios; la subjetividad y la objetividad, el yo y el mundo, la certeza y la mutabilidad. El dios del estagirita, por ejemplo, al ser pensamiento que se piensa a sí mismo, puro acto, mantiene una relación insoluble y problemática con la materia primera, que es esencialmente potencial. El deus sive natura de Spinoza, al ser sustancia única con infinitos modos y atributos, sería una forma alternativa de relacionar los principios contrarios.

Así pues, aunque pueda parecer lo contrario, no podríamos considerar a Fukuyama dentro de la línea de pensadores propiamente filosóficos, ya que, aunque defienda la existencia de la Verdad, la liquida creyéndola completamente alcanzada, lo que, en resumidas cuentas, supone el fin de la filosofía como tal (que es exactamente lo mismo que hace Rorty).

Frente a estas derivas antifilosóficas, la propuesta pragmatista de Putnam o Pierce, sí que se sería propiamente filosófica, frente a lo que se ha venido creyendo. Efectivamente, como defiende Jaime Nubiola, “es posible ensayar una vía intermedia que defiende un falibilismo sin escepticismo y un pluralismo cooperativo”; es decir, la Verdad existe, pero nunca es completamente alcanzada y requiere de una interacción entre la subjetividad y el mundo (mundo que también son los otros sujetos).

Al enfrentarnos a la historia de la filosofía, podemos encontrar, entonces, dos grandes grupos de pensadores relacionados con esta disciplina: por un lado, los que afirman su necesidad por la existencia de una Verdad infinita e inabarcable, y los que niegan su tarea, ya sea por rehusar de la verdad o por declararla alcanzada.

Aunque haya tensiones entre filósofos que parten del sujeto y los que comienzan por la objetividad, en todos se encuentra el mismo punto común, la búsqueda de una reunificación tensionada en la noción de Verdad.