Una manera de clasificar las palabras, entre otras muchas, sería dividirlas entre aquellas que tienen un objeto directo de la experiencia como referencia y aquellas que no. Entre las primeras, por ejemplo, estaría la palabra “árbol”; siempre podemos señalar un objeto que encaje en la definición de la palabra para explicársela a alguien. Estas palabras, en este aspecto, no generan demasiadas dudas: podríamos pensar en qué tienen en común todos los objetos que se pueden señalar como “árboles” para que podamos, efectivamente, señalarlos como tales. No obstante, en un principio, parecen palabras sencillas de entender.
No ocurre lo mismo, sin embargo, con el segundo tipos de palabras; efectivamente, hay ciertas palabras para las que no cabe señalar objeto alguno. Una palabra de ese tipo, por ejemplo, es “realidad”. Si alguien me pregunta qué es la realidad, podría abarcar, con las dos manos, todo lo que alcance mi vista; sin embargo, no estaría señalando, al menos no completamente, la realidad. Sobre esta palabra ya hemos reflexionado en otros artículos, por lo que la dejaremos en segundo plano.
En el presente texto pretendo analizar qué significa la palabra “naturaleza”. Tomando el relevo del texto anterior, en el que exponíamos una crítica al concepto contemporáneo de cultura como algo independiente de la naturaleza, propondremos una definición de este término.
La primera pregunta que cabe hacerse, por lo tanto, planteado el objetivo, es si tal definición es posible. Si entendemos por definición una oración que delimite conceptualmente el objeto referido por una palabra, se nos plantea el problema siguiente: si yo no puedo señalar un objeto concreto como la referencia de una palabra, ¿en qué medida puedo definir la palabra? Por ejemplo, si yo quisiera definir lo que es un “ajfjklja” no podría hacerlo, porque este “palabra” no tiene referencia ninguna. Es un significante vacío. La cuestión a resolver es, entonces, si la palabra “naturaleza” tiene referente.
Así, debemos decir que, si queremos definir la palabra “naturaleza” en relación con un objeto concreto, tal definición será imposible; efectivamente, si hacemos el mismo ejercicio que antes hemos hecho con la palabra “realidad” y nos imaginamos un interlocutor que nos pregunte qué significa “naturaleza”, ¿qué podríamos señalar? ¿El campo? Si tal hiciéramos, entonces, el interlocutor podría entender que solo la vegetación es naturaleza, y que el resto de la realidad no lo es. Nosotros, en un esfuerzo por hacernos entender mejor, podríamos señalar los animales del campo; así, el interlocutor entendería que todo lo que existe en el campo es naturaleza. Los humanos, entonces, o los animales domésticos, no serían naturales.
Un buen método para acortar este proceso será pensar aquellos objetos que no sabemos muy bien si caen dentro de la definición de naturaleza o no: por ejemplo, ¿es un vestido de lino naturaleza? Por una parte, los elementos que lo componen podrían provenir de aquel campo que habíamos señalado antes. Por otra parte, no encontraríamos, entre los elementos del campo, un vestido. Alguien ha tenido que fabricarlo. Por lo tanto, ya tenemos una primera aproximación al concepto de naturaleza, a saber, aquello opuesto a lo artificial. Sin embargo, hemos visto que el vestido es, en parte, natural y, en parte, artificial. Así pues, lo natural y lo artificial pueden convivir en un mismo objeto. Es más, no hay, realmente, ningún objeto que sea artificial en que no haya también un elemento natural. Lo natural es, por ende, más amplio que lo artificial y anterior a ello.
De esta manera, hemos retomado la discusión del artículo anterior, donde hablábamos de la relación entre la naturaleza y la cultura. En este artículo, para simplificar, equipararemos lo cultural y lo artificial.
En el anterior texto, efectivamente, señalamos críticamente a aquellos que afirmaban que la cultura es independiente de la naturaleza, y defendíamos que defienden unos hechos culturales frente a otros basados en una idea de naturaleza. Esa idea era que la naturaleza se realiza en los individuos que, libremente, eligen cómo interpretarse. Nosotros, por nuestra parte, vamos a dar una definición de naturaleza distinta, basada en una teoría metafísica y epistemológica distinta.
La definición de naturaleza que subyacía a la teoría queer era, en primera instancia, individualista: efectivamente, ya probamos en el texto anterior que el baremo del hecho cultural, para esta filosofía, residía en la realización de los individuos. Esta filosofía coincide, por lo tanto, con el paradigma liberal, en el que vivimos y que nos resulta obvio. Sin embargo, esta obviedad hace, justamente, que se nos oculten sus razones de fondo.
Así, para entender por qué la filosofía liberal defiende que el individuo es el fin de la realidad natural, debemos explicar qué noción de verdad y de realidad tiene. Para la filosofía liberal la verdad solo es aquello a que tiene acceso el individuo: la verdad es aquello que se presenta a la conciencia individual de modo claro y distinto. Para Descartes, por ejemplo, esto será, en primer lugar, las ideas mismas de mi pensamiento; estas ideas son indubitablemente reales, aunque no se correspondan con objeto externo alguno. En Hume, al contrario, como las ideas mismas no son claras y distintas, sino que son asociaciones frágiles y variables, no hay verdad, solo probabilidad. En Kant, recogiendo reflexiones de ambos, la claridad y distinción estará en el proceso formativo mismo de las ideas. En Husserl ocurrirá algo parecido con la reducción eidética y en Heidegger esta claridad y distinción se arraigará en el sujeto temporalizado. Lo que queremos señalar, con estos ejemplos, es que todos comparten una noción de verdad como aquello que se presenta a mi conciencia clara y distintamente; si esa claridad y distinción no es posible a la conciencia, entonces la verdad no existe.
Si recogemos estas nociones, para que la naturaleza sea algo verdadero deberá presentársenos a la conciencia con claridad y distinción. Así, lo único que se puede asociar con lo natural y que cumple este requisito es la voluntad individual. De este modo, frente a las convenciones sociales, artificiales, la voluntad, el deseo mío, será lo natural, aquello a lo que debo dar cumplimiento.
Esta retórica subyace a todos los movimientos liberales. Nosotros, por el contrario, proponemos un concepto distinto de verdad, relacionado con nuestro concepto de realidad. Efectivamente, para nosotros, lo verdadero no es exclusivamente aquello que se nos presenta de modo claro y distinto a la conciencia. Por el contrario, nosotros entendemos lo verdadero como aquello que se perpetúa en el tiempo y que, por lo tanto, constituye la realidad. Esto verdadero transciende nuestra conciencia, aunque la información que tenemos de ello parte, evidentemente, del dato que tenemos de ello en la conciencia. Por ejemplo, yo afirmo la verdad del teorema de Pitágoras a partir del dato claro y distinto de mi conciencia; sin embargo, yo afirmo su verdad como aquello que se perpetúa en el tiempo. De este modo, nuestro concepto de verdad no se limita a las relaciones particulares que establecemos conociendo la realidad, sino que apunta también a los presupuestos de las mismas relaciones, sin los cuales estas son absurdas.
La noción de naturaleza, por ende, puede encajar en esta noción de verdad: efectivamente, se nos presentan objetos naturales a la conciencia. Nosotros, no obstante, afirmamos que es verdadero aquello que se perpetúa en el tiempo de ellos.
De esta manera, veremos que la verdadera naturaleza es aquella que se perpetúa: en términos naturales, eso significa que la verdadera naturaleza es la que vive. De este modo, lo que en términos epistemológicos sería falso, en términos naturales sería mortal. Por ejemplo, la afirmación “el cianuro es bueno para la salud humana” es falso y mortal.
Esta postura implica que si el individuo consciente es verdadero, se hace verdadero en la medida en que se perpetúa. Esto, en un primer momento, puede parecer absurdo, porque el individuo está condenado a morir. Sería, por lo tanto, falso sin remedio. Sin embargo, la naturaleza del individuo no está determinada a desaparecer; si entendemos la naturaleza como el conjunto de individuos que se extienden en el tiempo, y no como los individuos aislados, tendremos un concepto que sí encaja con nuestra noción de verdad.
Esta afirmación puede parecer aparejada a un visión utilitarista de la realidad, en la que los individuos son herramientas para la perpetuación de la especie. En un texto anterior ya explicamos cómo todo utilitarismo, en el fondo, presupone una noción de verdad a la que ajusta la utilidad de sus posturas. Por ende, queda ahora mostrar si nuestra noción de naturaleza destruye a los individuos.
Como hemos definido la naturaleza verdadera como la que vive, y la falsa como la que muere, podemos decir que la noción de naturaleza que produzca la muerte, en términos generales, estará en contraposición con la naturaleza como tal.
Por lo tanto, debemos observar si, en las sociedades liberales, la muerte, como fin de la vida, está más o menos extendida que en las sociedades no liberales. Con esto no queremos hablar, simplemente, de la muerte individual, sino también de la muerte general, que implica la extinción, a su vez, de los individuos. Nuestra tesis es que, al contrario de lo que se suele pensar en las sociedades liberales, una concepción de la naturaleza humana como grupo que se extiende en el tiempo no mata a los individuos de dicho grupo, sino que les da un motivo para vivir. Prácticas como el suicidio, el aborto o la eutanasia, tan extendidas en nuestras sociedades, muestran cómo la supuesta defensa a ultranza de la vida de los individuos los lleva, paradójicamente, a querer morirse o matar. En definitiva, a destruir la vida de la naturaleza humana.
Podemos afirmar, por lo tanto, que no hay varias nociones de naturaleza que sean incompatibles entre sí y ambas, no obstante, sean verdaderas, sino que una misma noción de naturaleza, amplia, abarca a los individuos y a la temporalidad que los traspasa y trasciende.